Memorias

DE LAS MEMORIAS DE MANUEL FUENTES
Extractos y puesta a punto de las Memorias del escultor, por Jesús Fuentes Lázaro.

Lo más terrible iba a ser el silencio. Silencio abismal. Los últimos meses, desde el diagnóstico inicial, fue como si se hubiera fundido. Como una máquina que deja de funcionar. Sin corriente, sin energía, sin los impulsos que le habían transportado desde la infancia hasta el deseo de inmortalidad, que había buscado trabajosamente con sus obras. La enfermedad trastocó todo: los proyectos, las ilusiones, la creación, por fin, de la obra única. Tal ver por eso optó por el silencio. Escuchaba con resignación. Miraba con incredulidad, como diciendo que sabrás tú. Había anticipado el desenlace. Estaba, sin estar. Había cumplido su trayectoria. El viaje acababa y lo sabía. Nadie se conocía como se conocía él. Lo que empezó en una casa modesta de un barrio humilde de Toledo llegaba a su final.

+++++++++++++

Tiene razón Jesús en la introducción que hace a mis Memorias. Mi historia comenzó en aquella vivienda de la calle Tripería, nº 1, entre la plaza de San Justo y la plaza de la Bellota; a poca distancia de los Cuatro Tiempos; en un costado de la Catedral, cerca del Mercado y de la Plaza del Ayuntamiento. Plazas a las que los muchachos salíamos a jugar, pero también a llenar botijos, cubos y cántaros de agua para beber y lavarnos. En la casa en la que nací y viví los primeros años no había agua corriente. Había, eso sí, una mina de agua salobre y fresca que se utilizaba para fregar o limpiar el retrete (una letrina) colectivo. Se situaba a la entrada del edificio, como un postizo reciente. Los vecinos comentaban que el agua del pozo provenía de un lago subterráneo que existía debajo de la Catedral. Nada decían de si el agua producía milagros o no. Tal vez el milagro consistió en que sobreviviéramos a aquellos años de carencias y dificultades económicas. Era un inmueble destartalado, con un patio central empedrado y con habitaciones – una forma de llamar aquello – convertidas en cobijo de familias que pagaban un alquiler, en ocasiones, insoportable. El espacio daba además para una taller de carpintería – Gonzalo, a veces, nos hacía espadas de madera – y una habitación, que llamaban la cuadra, en la que un albañil, perdón, maestro albañil, el Sr. Dionisio guardaba, tablones, borriquetas, yeso, cemento y trastos variados. El matrimonio tenía un hijo, con el mismo nombre, que era un gran pescador del río Tajo.

Algunas tardes de verano las capturas daban para repartir unos peces que sabían a cieno y a gloria, dependiendo del hambre y del vinagre y pimentón que se les pusiera si se guisaban escabechados. Al fondo del patio, cruzando un pasillo estrecho, se habían levantado otras viviendas. Una la ocupaban tres mujeres, una madre y dos hijas; la familia del Sr. Paco, el matrimonio de la Sra. Josefa y el Sr. Eugenio que tenían dos hijos, uno de ellos estudiante de la Escuela de Aprendices de la Fábrica de Armas. La envidia del vecindario. El conjunto funcionaba como una colmena pequeña de vecinos bien avenidos; que se refugiaban en habitáculos humildes, más insalubre si las mujeres no se hubieran empeñado en tenerlo limpio y cuidado todos los días del año. No nací fuerte. Más bien era débil hasta que cumplí los seis años. A cambio, era guapo, según decían las vecinas y los conocidos de mi madre. Probablemente fue la razón de mi debilidad en los primeros años. O eso comentaban también las vecinas que, por las tardes, sobre todo en primavera o en otoño, se reunían para calentarse al sol, coser y zurcir la ropa que destrozábamos los muchachos en la calle o los maridos en el trabajo. Un niño guapo en una familia humilde, en unos barrios que descendían hacia el Tajo, provocaba la envidia en el resto del barrio y más allá. Contra las enfermedades que provocaba la envidia no existían medicinas entonces. Ignoro si ya existen. Los médicos no sabían qué me pasaba. Lo arreglaban con pastillas y jarabes. Hasta que un día en una de esas charlas al sol, entre agujas y dedales, se mencionó una “curandera”, una especie de maga o bruja, entendí yo más tarde, con poderes sanadores. Ninguna de aquellas mujeres creía seguramente en milagros, pero ante la ausencia de remedios, cualquier creencia era posible. De la guerra reciente se hablaba poco, nadie se fiaba de nadie. Cerca estaban los años en los que unos se denunciaban a otros. Recuerdo que hablaban en voz baja de las mujeres a las que cortaban el pelo al rape y las paseaban por las calles para ejemplo del vecindario. Terror inconsciente sentíamos los niños con aquellas historias musitadas que nos llegaban entrecortadas entre juegos con otros niños o en solitario. Un día mi madre, harta de que ningún jarabe curara mis enfermedades, decidió hacer caso a las vecinas. Ellas creían que podía ser “mal de ojo”. El mal de ojo, junto con la tuberculosis, perseguía a los niños de la época, aparte del sarampión, la viruela y los piojos, los tres últimos, más o menos, controlados. A mi madre, nada más nacer mi hermano mayor, le habían diagnosticado tuberculosis y la separaron de su hijo. Recuerdo lo que contaba, la angustia por la separación, las lágrimas porque la enfermedad se sabía incurable, a pesar de que se había construido un hospital en el Valle, un lugar donde el aire era puro y el sol.

Afortunadamente, aquello quedó en el error de un médico que otro, más acertado, arregló. Resultó ser un constipado mal curado. En cuanto a mí, mi madre decidió que no perdía nada, salvo las pesetas que hubiera que darle a la curandera, y a ella me llevó. La mujer vivía en la Bajada del Barco, en un sótano oscuro, al que se bajaba por unos escalones descuadrados. Allí, según contaría mi madre años más tarde, puso agua en una palangana, echó aceite, colocó unas velas alrededor, murmuró oraciones incomprensibles y confirmó el diagnostico de las vecinas. Había vivido algunos años bajo el influjo de el “mal de ojo” de alguien desconocido. El conjuro hizo efecto. No sé si por casualidad o porque la alimentación y las condiciones de vida mejoraban. A partir del conjuro milagroso no he padecido enfermedades serias, solo achaques. No sabría decir si mi infancia fue feliz. Tampoco siento que fuera desgraciado. Imagino que era como los demás niños de la época, al que pronto pusieron a trabajar. Heredé el puesto de monaguillo de mi hermano. Veinte duros mensuales en aquellos tiempos era una ayuda para una familia que se mantenía con el sueldo escaso de la Fábrica de Armas. A parte, yo empecé a disfrutar de propinas personales. Les caía bien a las piadosas mujeres que asistían a misa por la mañana, o por las tardes en los días más importantes, y al rosario todos los días.

+++++++++++++

En un patio de vecindad la vida de los demás carece de secretos. Cuando no estábamos en el colegio, el resto lo pasábamos en el patio o en la calle, menos en invierno que lo hacíamos al brasero de carbón y picón, escuchando novelas o consultorios sentimentales en la radio. Y ahí estaba Miguel, trabajando en su casa y sacando, según la madre, un buen sueldo. Preparaba las piezs que servían para incrustar los hilos de oro del damasquinado que se vendían en las tiendas florecientes de aquellos años. Abundaba la gente en estos trabajos. Era una forma de completar sueldos, siempre cortos, y más para mantener familias que crecían. En mi caso, me siguió una hermana, Esperanza, y más tarde otro hermano, José Luis. Cambié el trabajo de monaguillo por el damasquinado. Me serviría para descubrir que tenía ciertas habilidades en las manos y una inclinación fácil hacia el dibujo. De manera espontánea, empecé a dibujar. Veía por las calles a los pintores que entonces se repartían por Toledo para pintar sus paisajes del natural. Me acercaba con curiosidad y les enseñaba mis dibujos y cuadros, pintados desde el Valle. Conseguí que mis padres me regalaran un maletín de pinturas y un caballete. Con ellos, y acompañado de mi hermana más pequeña, buscábamos encuadres, imagino ahora, que insólitos. Eran otros tiempos: dos críos podían irse solos al Valle sin temor. Conocí a Morera Garrido y a Tomás Camero. De hecho, aprendí con ellos, el mundo complejo de las mezclas de colores y percibí a su lado el olor embriagador del aguarrás. Con Tomás, que tenía una carácter endemoniado, conseguí hacer buenas migas.

En algunos puntos nos parecíamos. Impulsivo y con un sentido de la independencia que escondía celosamente, porque había que vivir con la gente y ya se sabe cómo era el personal en Toledo. Fui componiendo pequeños cuadros, dibujos y bocetos que no cabían en ninguna parte. Supongo que se perdieron, aunque alguna obra de mi juventud debe quedar por ahí. Yo continué “haciendo mano”, que decían los que sabían. A los vecinas les gustaba que pintara. Incluso algunas le contaban a mi madre el dinero que se ganaba con la pintura. Mis padres, imagino que no lo creían, pero seguro que soñaban con un hijo que les sacara de la pobreza. Tampoco creía yo que aquello llegara muy lejos. Aún así…. Eso sí, me sirvió para acercarme a la Escuela de Artes y Oficios. Era fácil acceder, cualquiera podía matricularse y no se necesitaba estudiar demasiado. Con un hermano estudiando cubríamos el cupo de la familia. Las circunstancias me empujaban a un trabajo estable, mis deseos, hacia un mundo más aventurero. Pronto descubrí que, cuando se ha nacido en familias pobres, lo de ser aventurero resulta complicado. Para conseguir estabilidad laboral se exigía un requisito previo: haber cumplido el servicio militar. Me fui voluntario a los 18 años y pude elegir destino. Pasé el tiempo en la Escuela de Educación Física, un lugar cómodo y cercano. Mientras, seguía pitando. Cada vez me gustaba más y notaba que progresaba. Debo admitir, sin embargo, que la pintura me dejaba una imprecisa sensación de inseguridad e insatisfacción. No me veía pintando. En la Escuela de Artes practiqué forja y modelado. Y noté que no se me daba mal. Me marché un año a Francia. Allí se ganaba dinero y además creía que, por el solo hecho de estar en Francia, un artista podía convertirse en famoso. La experiencia resultó más vulgar de lo imaginado. Tras un año de trabajos nada artísticos para sobrevivir, decidí volver a Toledo. Más tarde pasé un año en el estudio de Francisco Barón. Me acerqué a otro mundo, aunque faltaba por descubrir si yo podría tener lugar en ese mundo. Aprendí, cómo no, las técnicas para trabajar el bronce y el hierro, los ensamblajes de las piezas y, lo más importante, había que disponer de recursos variados para dedicarse al oficio. A mí, otras urgencias menos artísticas me apremiaban: ayudar a la familia hasta que me independizara.

+++++++++++++

De vuelta a Toledo tuve una idea clara: la pintura no era lo mío. Un impulso que nunca he sabido describir, me empujaba en otra dirección. Y a grandes saltos diré que se concretó cuando vi la película “2001, una odisea del espacio”.Allí se encontraba todo. La clave del universo. En aquel monolito que conectaba el mundo en el que vivíamos con el universo de las estrellas.

La pieza, en una secuencia que me alucinaría, reunía el secreto de todas las existencias. O al menos de la mía. Más tarde descubriría a Chillida. La segunda revelación, sin embargo, vino del conocimiento de la obra de Chirino y Oteiza. En este último representaba lo que yo quería hacer sin saberlo. Quería ser como él.

++++++++++++

El velo. Lo complicado es romper el velo. Puede sonar a tópico, pero en el arte como en otros órdenes de la vida se interpone un velo de niebla que nos oculta nuestras propias posibilidades. Unos lo rompen antes, otros, nunca y, quienes nos consideramos del montón, en un momento indeterminado. Quienes consiguen traspasarlo avistan nuevos horizontes. En mi caso, empecé a intuir las variadas formas del universo. Las combinaciones geométricas que se mueven entre las esferas a la espera de que alguien las dé forma. Solo faltaba elegir el material. Y Oteiza, una vez más, vino en mi ayuda. Existía el hierro que conocía por los ejercicios en la Escuela de Artes. Un material inexpresivo que si se sabía trabajar podía trasmitir más mensajes de los que yo podría expresar. Romper el velo que ocultaba mis posibilidades y seleccionar el material significaron el inicio de una etapa nueva en mi vida. La más gratificante. Directamente sobre el hierro intentaba plasmar las figuraciones que solo yo veía. En otras ocasiones construía bocetos, pequeños ensayos que dejaba perfilados para cuando tuviera tiempo. ¡Ah, el tiempo! Tiempo es lo que me ha faltado. Un tiempo con el que yo contaba, cuando me jubilé. Realizaría cuanto no había hecho en los años anteriores. No podía prever las trampas de ese mismo tiempo, sus maquinaciones traicioneras. Me entusiasmaba coger aquellas planchas de hierro y darles sentido. Aprendía que los materiales disponen de su propia personalidad. Tienen leyes que no se pueden violentar, porque si lo intentas no consigues nada. Se convierte en una lucha estéril entre la materia y tú. En cambio, si te adaptas a sus condiciones, la batalla desaparece y trabajar se convierte en un esfuerzo soñador. Y de nuevo Oteiza. Me impactó su independencia, su autonomía, no necesitar de nadie. Que tu vida dependa de tu trabajo, de tus esfuerzos. No de ideologías ni de apoyos o recomendaciones. Es lo que yo buscaba. En el taller me sentía libre. Como si volara por encima de las necesidades diarias, de mis frustraciones, de mis desilusiones. Me esforzaba por dominar el hierro. El hierro, a su vez, me domaba y me servía de acicate para moldear mi carácter.Mi ánimo subía o bajaba en función de cómo me iba en el taller.

En ocasiones sentía como si me hubiera tomado un cóctel de líneas y huecos y luces; en otras, me hundía, me desesperaba. Me he visto como el creador de existencias nuevas, de obras diferentes. Cada día imaginaba combinaciones diversas, álgebra que muchas veces no entendía hasta que iniciaba el trabajo. No parar, no estancarse, perseguir la escultura nunca realizada, han constituido mis impulsos motivadores. Otra obra, distinta, maravillosa, me acechaba, siempre a la espera. Por la influencia de Kubrick, en mi obra abundan las piezas de un solo cuerpo. Un “monolito”, anclado en el presente, pero apuntando a las estrellas, que pudiera representar el tótem de una tribu imaginaria para la que yo elaboraba piezas que la propia tribu no entendía. Mis obras son metáforas de universos ignorados, copias de morfologías que solo veo yo. Lo que me ha interesado son los conceptos, la idea de algo que no tiene porqué tener nombre. A veces, no sé explicar lo que hago. Ignoro lo que construyo. Sí sé que una fuerza imprecisa me ha empujado desde la infancia en esta dirección. Pasado el tiempo es cuando encuentro alguna explicación tentativa a lo realizado. Reproduzco el alfabeto de un lenguaje que nunca se termina de aprender. Puede parecer raro, pero es lo que siento y por eso lo escribo. No sé si soy un forjador o un herrero. No me importan los nombres ni de las obras ni como se me denomine. Me aburre la palabrería que se organiza en torno al arte contemporáneo. Me muevo por sensaciones naturales. Y por lo que he comprobado, mis obras convencen. No son artificiales. Son espontáneas. Por eso han sido premiadas. Los jurados valoraban la objetividad de la obra presentada, sin composturas ni retórica. La gran mayoría de esos premios los he obtenido fuera del lugar donde he vivido. Cogía la obra preparada, la subía al coche o, cuando pude, a la furgoneta y la llevaba a la convocatoria. Después me marchaba y a esperar. Y así llegaron los premios, casi en cadena. Nunca intenté mediatizar a nadie, nunca busqué apoyos ajenos a la obra. Yo hacía mi trabajo. A los demás, correspondía valorarlos. La honestidad con la que me he planteado la vida es lo que expresan las esculturas. No he querido engañarme. He pretendido ser honesto conmigo mismo y hablar con el esfuerzo de mi trabajo. Tal vez se deba a la influencia de la infancia en una familia humilde, en un barrio humilde, en un patio empedrado, donde las mujeres cosían, zurcían y trasmitían, sin pretenderlo, valores de la vida. Aprendías que vives solo con tu dignidad y que lo demás son componendas que nunca he querido ni para mi obra ni para mi vida. El camino recorrido, aunque imprevisible, no ha estado mal. No sabría decir si he sido feliz. Tampoco, si he sido desgraciado. Es todo tan confuso……

Es hora de terminar. Si falta algo por decir lo escucharán en mi obra.